domingo, 10 de abril de 2011

LAS CUATRO ROSAS



Aquella mañana del mes de Mayo por las calles del pequeño pueblo de secano que vivía del cereal, no se oía otra cosa, Manuel se había ido del pueblo. Su mujer Manuela preñada de 4 meses, agarraba su barriga y lloraba con la mirada perdida mientras su pequeña hija cogía entre sus manos la cara de su madre e intentaba que la mirara mientras la llenaba de preguntas: “Qué te pasa madre? ¿Dónde esta padre? ¿Por qué lloras?”. No hubo respuestas.

Manuela a la temprana edad de 30 años cerró la puerta de su casa y no volvió a salir de ella hasta que años después su hija adolescente murió victima de una hidropesía. Dos años más tarde volvería a salir, su última salida, su viaje final. Dicen que fue la vergüenza, pero sobre todo la pena y la tristeza la que fue minando su salud hasta que acabó con su vida.

Para entonces el fruto de aquella barriga, Ángel, tenía 14 años. Huérfano de madre y posiblemente también de padre, fallecida su única hermana, comenzó su lucha por la vida, por construirse un futuro. Comenzó a labrar el jardín para sus cuatro rosas.

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Carmen planchaba las camisas del señorito en la cocina soleada de aquella casa donde llevaba sirviendo más de 10 años. Era una buena casa, de las más ricas de la ciudad. Había tenido suerte después de varios años en una y en otra, primero en los pueblos cercanos al suyo y luego en la ciudad. Una amiga suya servía en casa de una amiga de la señora y le habló a su dueña de Carmen. Fue llamada a una entrevista y en ella no tuvo reparos en decir que sabía hacer de todo. Había aprendido a segar, vendimiar, lavar la ropa en el río rompiendo previamente la capa de hielo…, había aprendido a hacer muchas cosas, pero los trabajos a los que ella estaba acostumbrada no eran precisamente los que se hacían en una casa de la ciudad. Nunca había limpiado plata, ni almidonado camisas, ni encañonado faldones, ni por supuesto había cocinado las delicias que se comían allí, pero voluntad no le faltaba, así que cuando le preguntaban si sabia hacer esto o lo otro, ella siempre respondía que Sí. Durante algún tiempo la señora se refería a ella como “la del sí” porque decía que sí a todo. Empezó de doncella, con su uniforme negro y su cofia y delantal inmaculadamente blancos y almidonados. Después su hermana se incorporó como doncella en la misma casa y ella pasó a la cocina y a desempeñar labores de costurera, lavandera y planchadora.

“Tic,….tic…..tic….”. Carmen se volvió de repente al oír las pequeñas piedrecitas golpeando en el cristal, se asomó a la ventana y vio como Ángel buscaba alrededor de sus pies más pequeñas piedras que lanzar. No hizo falta. Lanzó por la ventana la prenda que llevaba en la mano y salió corriendo de la cocina hacia el salón donde la Señora tomaba café con una de sus amigas.

- “Perdón Señora, pero estaba tendiendo y se me ha caído una prenda al patio. Voy a bajar a buscarla”.

- “Anda, anda, ve”, dijo sonriendo y dirigiéndose a su amiga le dijo: “No sé que tiene esta chica en las manos que siempre se le caen las prendas al patio en domingo”.

Carmen bajó corriendo las escaleras, salió del portal, dio la vuelta al edificio y en la parte de atrás se fundió en un abrazo y en un apasionado beso con Ángel. Su día libre era los jueves, como el de todas las chicas de las casas elegantes de la ciudad, así que buscó la manera de poder encontrarse con su amado una vez más a la semana. La primera rosa, el amor de su vida.

No corrían buenos tiempos, Ángel no tenía un trabajo fijo, pero a pesar de haber crecido sin el amparo de unos padres, tanto su tío materno como él mismo se habían preocupado de su educación. Gracias a las herencias de sus abuelos había estado interno en buenos colegios y finalmente consiguió graduarse.

A la edad de 27 años Ángel empezó a trabajar en el banco, hubiera querido ser policía secreta, pero en las oposiciones a las que se presentó, el otro candidato muy bien recomendado, obtuvo la plaza. En el mismo mes se convirtió en padre y como no podía ser de otra manera, cuando aquella hermosura de más de 5 kilos vino al mundo sólo un nombre acudió a la mente de Ángel, el de su querida madre que la vida tan prematuramente arrancó de su lado dejándolo supuestamente huérfano. Compartiría con aquella pequeña un carácter reservado, callado y prudente. La segunda rosa, la niña de sus ojos.

Cuando Carmen abrió la puerta no podía creerse lo que veía. Ante sus ojos la figura de un hombre apuesto, bien vestido con abrigo y sombrero. Al descubrirse, asomó su pelo cano. Hubo un silencio y a Carmen la figura de aquel hombre le resultó extrañamente familiar y apenas encontró las fuerzas para pronunciar 3 palabras: “Ángel, tu padre”. Así fue, después de casi 30 años Ángel dejó de ser huérfano y conoció a un padre anciano al que aceptó y perdonó.

Meses después, la pequeña Manuela confesó emocionada a su tía que había visto llegar a la cigüeña trayendo a su hermanita en el pico. Otra preciosa niña con un pelo rubio ensortijado que llamaba la atención entre la vecindad y que con su hermana era a menudo confundida con una más de aquellas niñas americanas que entonces vivían en el barrio. Era una niña alegre y dicharachera con la que compartiría su sentido del humor, su bondad y “muchos humos”. La tercera rosa, la luz de su vida.

Ángel hubiera querido tener un varón, pero no llegó. En su lugar una tercera niña asomó a la vida una tarde de domingo en la que Ángel se disponía a ir al campo de futbol para ver jugar a su equipo favorito. Las pequeñas de la casa esperaban emocionadas en su habitación asomándose a la cunita que habían situado entre sus dos camas. La más rebelde, pero también la más cercana en su ancianidad, compartió con ella momentos de ternura, de charla y algunas ideas. También el último aliento de vida. La cuarta rosa, su pequeña.

Ángel se fue un mes de Abril silenciosamente, calladamente, respetuosamente y en paz, como había vivido. Sobre su pecho, entre sus manos, 4 rosas blancas le acompañaron también en su último viaje y para siempre.