domingo, 1 de mayo de 2011

DISTINTA


Amalia no quería parecerse a su madre. Tenía sus razones.

La madre de Amalia había nacido hacía 8 décadas en un pequeño pueblo del campo de Cariñena, rodeado de peñas y pinos. Su abuelo materno, Mariano, había contribuido a la construcción del cercano pantano por cuatro perra gordas de las de entonces, jugándose su vida pero ganando el sustento para su familia numerosa. La abuela materna, Elvira, había trabajado en el campo desde bien niña y una vez esposada con aquel hombre bueno, había parido 6 veces, pero tenido 7 hijos. 5 hembras y 2 varones. Una de las hembras lo era por acogimiento ya que recién parido su primer hijo varón éste murió a las pocas semanas cuando ella todavía estaba criando así que Elvira se hizo cargo de aquel bebé pequeño y rosado, fruto de la relación de su hermana pequeña y de un señorito de la ciudad que le dio el apellido, pero nada más.

Más tarde llegaría el tan ansiado hijo varón de Mariano y Elvira, pero el destino querría que años más tarde enfermara viviendo una juventud tormentosa entre operaciones y hospitales, pero feliz rodeado del cariño y cuidados de su familia, su mujer y su hija y también de sus hermanas, entre ellas la madre de Amalia.

La madre de Amalia se convirtió en la mayor de las hermanas, cuando las dos que le precedían murieron de niñas, así como en la cuidadora oficial de toda la familia. De hecho con tan apenas 10 años salió de su casa para irse al pueblo vecino “a servir” en una de las casas más ricas, para que sus padres y sus hermanos pequeños pudieran sobrevivir en aquella dura postguerra.

Así, la madre de Amalia labró una vida plena de servidumbre, trabajo y responsabilidades.

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Durante algunos años Amalia pensó que no soportaba a su madre. La profunda admiración y amor que durante su infancia sentía por ella, en la adolescencia se había convertido en una especie de rechazo. Amaba a su madre, estaba segura, pero su fragilidad, su pérdida de vitalidad y fuerza, por un lado le inspiraban ternura y por otro un gran sentimiento de impotencia y decepción. Amalia sentía que cada vez se alejaba más de ese ser que le había dado la vida. Por su ancianidad, por su enfermedad, empezaba a necesitar cuidados y Amalia se sentía incapaz de proporcionárselos. Llegaba el momento de convertirse en la madre de su madre y esos sentimientos encontrados le producían a Amalia un gran dolor. En el diván de su psicoanalista había empezado a desmenuzar la relación que había tenido con su madre y había aprendido a mirar esa relación desde otra perspectiva mucho más saludable y beneficiosa para las dos.

El artículo que aquella mañana Amalia había leído en el periódico no podía ser más aclaratorio y confirmante para ella. Con cada frase Amalia se sentía identificada y reconocía sus propios errores y aciertos.

“Su fragilidad aumenta con el tiempo y llega un momento en que necesita cuidados. Depende de cómo haya sido nuestra relación con ella, y de sus características personales, que vivamos esa tarea como algo que enriquece o como una obligación desagradable.

Algo nos duele cuando no hemos hecho las paces con nuestra madre. Si no nos llevamos bien con ella, tampoco estamos a gusto con lo que nos rodea. No es extraño percibir una queja permanente sobre el mundo en aquel que no ha logrado aceptar a su madre como es ni sus debilidades. No reconocer esas carencias significa permanecer en una posición infantil, manteniéndola a ella en una posición todopoderosa.

Aceptar nuestra fragilidad es lo que nos hace estar a gusto con nuestro sexo. La construcción de nuestra identidad se levanta poco a poco. Siempre seremos las herederas del amor que nuestra madre nos tuvo, pero esa herencia implica la responsabilidad de transformar aquello en lo que ella tuvo dificultades. Cuando ella envejece, según hayamos vivido nuestras propias carencias y las suyas, tendremos más recursos para ayudarla como nos necesita, algo que nos hace sentirnos mejor con nosotras mismas, ya que también necesitamos acercarnos a ella en esta etapa.

Mientras rechacemos a nuestra madre por sus dificultades o sus fracasos, por su enfermedad o su vejez, es evidente que, lejos de aceptarla como es, seguimos insistiendo en que debería ser como a nosotras nos gustaría que fuese. No aceptar la imposibilidad de que este deseo se cumpla nos mantiene atadas patológicamente a ella. La proyección de estos sentimientos lleva a pensar que es esa mujer la que no nos quiere como somos nosotros. Mientras tengamos hacia ella quejas o reproches sin resolver, nos sentiremos también culpables de nuestras propias emociones. Entonces, la incomodidad está garantizada dentro de la relación y su cuidado, que podría enriquecernos a ambas, se convierte en una tarea muy difícil de sostener.

Querer ser distinta a tu madre implica conocerla y aceptar su fragilidad y carencias sin asustarnos ni culparnos de ocupar el papel de madre. Vivir a nuestra madre de forma agotadora porque tiene una demanda continua de cuidados, se enlaza a nuestro deseo infantil de creer que solo nosotras podríamos complacerla. Una hija que no puede ver a su madre como una mujer mayor, que precisa protección, es una mujer que mantiene la imagen infantil de una madre omnipotente. Acercarse a la madres, si es posible, cuando ella entra en los capítulos finales de su vida, proporciona un bienestar que siempre nos acompañará”.

Por eso Amalia quería y tenía que ser distinta a su madre, para que su hija, llegado el momento pudiera reconciliarse con ella y vivir juntas su ancianidad de forma gratificante y placentera.

¡¡FELICIDADES A TODAS LA MADRES Y A TODAS LAS HIJAS!!

porque tienen en sus manos la posibilidad de disfrutar de una relación única e irrepetible

Nota: Contiene fragmentos de un artículo publicado por Isabel Menéndez (Psicóloga y Psicoanalista)