sábado, 18 de junio de 2011

EL DIVÁN


Amalia salía de la consulta con un aire nuevo, victorioso. La de aquella tarde había sido su última sesión. Su psicoanalista le había dado el alta. Mientras bajaba en el ascensor los 7 pisos que la separaban de la céntrica y transitada calle, se miró en el espejo y contempló con agrado cómo la luz había vuelto a sus ojos. Esa luz que tres años atrás las lágrimas, la pena y el dolor habían apagado. Con una leve sonrisa, su mirada se fue perdiendo en la profundidad del espejo...

Amalia había tomado la decisión de ir a un psicoanalista porque llevaba tiempo sintiendo que estaba dejando de ser ella misma. Las circunstancias por las que había pasado en los últimos años sin duda habían contribuido a esconder poco a poco su verdadera personalidad, su razón de ser, la persona que era, que sentía, que amaba. Todo eso unido al momento crítico que supone una separación que terminó en divorcio la abocó, gracias a Dios y a una buena amiga, a acudir a la consulta de un psicoanalista.

Ahora, después de tanto tiempo, hacía balance de todas las sesiones y repasaba mentalmente las cosas que había aprendido en el diván de su psicoanalista.

Había aprendido que hay cosas que no tienen explicación, que se escapan a cualquier razonamiento. Es inútil intentar buscarla, las cosas suceden por que sí.

Había aprendido que no se puede sufrir por los problemas de los demás, y mucho menos querer solucionarlos, cada uno es responsable sólo y exclusivamente de sus actos.

Había aprendido que nadie es culpable de las decisiones que toman los demás, aunque algunos se monten toda una película alrededor de ellas para justificar sus actos, justificaciones que probablemente ni ellos mismos se creen.

Había aprendido que hay hombres que no buscan una compañera en la vida, sino una mujer que les cuide como lo hacia su madre o como debería haberlo hecho.

Había aprendido que cuando algo no te gusta es sano quejarse y que de no hacerlo en su momento es de cobardes quejarse después por lo que pudiera haber sido y no fue.

Había aprendido que es egoísta aquel que sólo espera recibir y que si no recibe, coge su rabieta, se da media vuelta y se va, eso si, descargando toda responsabilidad sobre los demás para irse bien ligero de equipaje.

Había aprendido que cuando un hombre le dice a su pareja "no me des a escoger nunca entre mi madre y tu", lo mejor es aclarar la relación en ese mismo momento o salir corriendo.

Había aprendido que llegado el momento todos los hijos e hijas tienen que “separarse” emocionalmente de sus padres y madres para construir relaciones sanas y equilibradas.

Había aprendido que todas las madres y padres deben dar a sus hijos e hijas el espacio que les corresponde así como ocupar el suyo propio sin temor, porque eso les ayudará a crecer como personas.

Había aprendido que hay que aceptar el envejecimiento propio y de los demás, tanto físico como mental, y no sufrir por lo que es inevitable.

Había aprendido que a veces las cosas no salen como uno había planeado y que en esos momentos hay que tener mucha habilidad para cambiarse de gafas y ver la vida de otro color.

Había aprendido que hay personas que no maduran nunca, y que en un camino iniciado juntos hay bastantes probabilidades de que el otro, a cada paso que tu das, no sólo no sea capaz de seguirte sino que además tu avance le sirva de tropiezo, quedando más lejos de ti cada día. Y había aprendido que la humildad y la voluntad son buenos compañeros de viaje.

Había aprendido que el control, el orden, la organización es un corsé que te aprieta y no te deja respirar ni a ti ni a los que tienes a tu alrededor

Había aprendido que la soledad es la más fiel compañera de cualquier persona y había aprendido a conocer y a disfrutar de la suya.

Había aprendido que se puede enfermar de amor incondicional pero que hay cura.

Había aprendido que el tiempo es la mejor medicina pero que no conviene dormirse en los laureles.

Había aprendido que un “te quiero” por mucho que te lo digan o te lo escriban mil veces en un cuaderno son palabras vacías, carentes de sentido y no tienen ningún valor si no están basadas en el respeto, la comprensión y la aceptación del otro.

Había aprendido que el egoísmo y el amor no pueden viajar en el mismo barco.

Y había aprendido que no es honesto decir a alguien que le quieres si no le amas.

El ascensor había llegado a la planta baja y Amalia salió de su ensimismamiento… Echó una última mirada a su imagen reflejada en el espejo y dijo en voz alta… “No dejes de aprender Amalia”, al tiempo que soltaba una carcajada.

La puerta del ascensor se abrió y ante ella un padre y una hija la miraban estupefactos al ver a Amalia hablar y reírse sola, probablemente pensaron que estaba algo trastornada y que sin duda salía de la consulta de la planta 7. Amalia sonrió y pasó ante ellos deseándoles buenas tardes.