domingo, 19 de diciembre de 2010

UNA BOLA AZUL

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En aquellos días la casa de Amalia era un auténtico caos, era el punto de reunión de toda la familia. Todo el mundo tenía algo que hacer, las niñas estaban de vacaciones y mientras las mayores ayudaban a su madre y tías con los preparativos de la cena, las pequeñas, Amalia y su adorada prima preparaban su tradicional coreografía para amenizar la velada que como siempre se aventuraba larga.
Mientras, la matriarca de la familia, viuda desde hacía años, se movía nerviosa entre la cocina donde se prepara la cena y el salón donde los hombres de la casa jugaban la partida. Ella de pié, detrás de ellos, miraba fijamente las cartas y se mordía los labios mientras en su interior formulaba insistentemente el deseo de que alguno se diera cuenta de su presencia y la invitara a jugar. Finalmente, siempre se oía la misma voz: “Madre, ¿quiere jugar?”. Ella ni respondía, acercaba una silla y su diminuta figura algo encorvada quedaba inmersa en el corro, “como uno más”.
Con la cena ya lista llegaban los preparativos, colocar las mesas una detrás de otra, pasar sillas de las otras casas (por suerte todos vivían en la misma manzana), poner los manteles, cubiertos, cortar los turrones y disponerlos ordenadamente en la bandeja,… el ambiente cargado por el humo de los cigarrillos, el olor de la cena recién preparada y los cristales de toda la casa ya empañados por el calor en contraste con la fría noche.
Aquello era un trasiego de gente yendo y viniendo para colocar cada cosa en su sitio. Y en el fondo del salón, el árbol de Navidad lleno de bolas de cristal y espumillones de mil colores presidiéndolo todo. Cada año el árbol se poblaba con una bola menos. Se había convertido en una tradición que la pequeña de la casa en su alborote infantil y deslumbrada quizá por el brillo de ese árbol gigantesco para ella rompiera una bola cada año. Una manera como otra cualquiera de inaugurar la navidad.
Las niñas fueron creciendo y se agregaron a las celebraciones sus parejas y después sus criaturas. La casa se iba llenando de niños de todas las edades al tiempo que, poco a poco, como un goteo, iban desapareciendo de la escena navideña otros, también de todas las edades. Las Navidades ya nunca fueron las mismas desde que el primero en partir lo hiciera precisamente al finalizar una Navidad y recién estrenado un año nuevo.
Después las criaturas de las niñas también crecieron y por una cosa o por otra cada año resultaba más difícil reunirse en Nochebuena.
Amalia salió de su ensimismamiento y se descubrió sonriendo al tiempo que una lágrima resbalaba por sus mejillas al recordar las escenas navideñas. Creyó ver cómo un corro de ángeles y una diminuta figura la miraban sonriendo mientras jugaban su particular partida una Nochebuena más.
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Cuando Amalia abrió la puerta la espigada figura de una mujer sonriente entró por la puerta seguida de su marido y de su hijo. Se abrazaron y mientras Amalia la seguía con la mirada, se dirigió al árbol navideño que hermoso y luminoso, pero ya no tan gigantesco para ella, se erguía en el salón, plagado de cintas plateadas y adornos navideños en tonos azulados y blancos. Sin pensarlo dos veces cogió una bola azul del árbol, de esas de espejo en las que se refleja tu rostro distorsionado, la sujetó entre sus manos y la acarició como si se tratara de un preciado tesoro, respiró profundo y sonriendo miró a su prima mientras alzaba su brazo derecho sujetando la bola con dos dedos. Cerró los ojos, abrió los dedos y la dejó caer. La bola chocó contra el suelo haciéndose añicos. Ambas soltaron una carcajada y se abrazaron efusivamente observadas atentamente por toda su familia. ¡Ya era Navidad!.


¡FELIZ NAVIDAD Y PARA EL PRÓXIMO AÑO
un sueño por el que luchar, un proyecto que realizar, algo que aprender, un lugar a donde ir y alguien a quien amar!