martes, 22 de junio de 2010

REALIDAD


Como cada mañana Amalia paseaba tranquila recorriendo aquella kilométrica playa cercana a su casa.

Hacia años había viajado a ese lugar y había descubierto complacida que todavía quedaban en España playas vírgenes y naturales que no habían sido amenazadas por los intereses económicos de grandes complejos turísticos. No había construcciones gigantescas y desafiantes amenazando la orilla, erguidas sobre el mar como si quisieran comerle su terreno. No había aparcamientos, farolas, ni sombrillas multicolores sembradas por la arena dorada, pegadas unas a otras. No había chiringuitos con olor a sardinas asadas, repletos de ciudadanos del mundo sentados para tomarse la cervecita diaria impregnados en crema solar protectora inútilmente extendida a juzgar por la rojez de sus pieles. No se escuchaba música de los 60 atronando a los que se acercaban a aquella playa, ni gritos, ni lloros de niños pidiéndoles a sus madres un helado, unas patatas…. En aquella playa sólo se escuchaba el silencio y el murmullo del mar acercándose a la orilla.

Los que iban a aquella playa lo hacían por el puro y simple placer de disfrutar de sus encantos…. Sus aguas cristalinas, azules, verdes, que dejaban ver el fondo y los pececillos diminutos rozando los pies. La arena dorada, fina y brillante resbalándose entre los dedos, las nubes blancas y algodonosas descendiendo del cielo como una niebla ligera para rozar la cara y dejar sentir su frescor; la brisa húmeda pegándose al cuerpo e impregnándolo todo de olor a mar… En aquellas playas sus gentes se encontraban paseando y se saludaban diariamente: “Buenos días”… “Feliz paseo”…. “Nos vemos mañana”…. Aquellas playas se conservaban intactas, tal y como Dios las había “traído” al mundo.

Entonces, cuando visitó por primera vez aquel lugar, fue cuando decidió que, algún día, en cuanto pudiera, se trasladaría allí para hacer las cosas que siempre había soñado hacer, leer, escribir, pintar, ver películas románticas, dar largos paseos acompañada por sus recuerdos….. disfrutar, en definitiva, de una vida dedicada y centrada, por primera vez, en ella misma.

Caminaba descalza sintiendo en sus pies la arena húmeda, pensando en los cambios que se habían producido en su vida. Desde que se había trasladado a aquel lugar siempre vestía de blanco, gris perla o azul celeste…. le hacia sentirse integrada en el ambiente, ligera, pura, una vez que se había liberado de todas aquellas capas de pintura que durante años había ido acumulado y que habían llegado a pesarle tanto. Por otra parte, le parecía que, utilizar otros colores en su vestimenta, podría considerarse una agresión a aquel maravilloso paisaje que le había acogido hacia años con su abrazo inmenso e imaginario…….

A pesar de todo, Amalia se sentía satisfecha con lo que había hecho hasta llegar el momento de trasladarse allí. Durante años se había dedicado al cuidado de las personas que tenía a su alrededor…. padres, hijos, marido, amigos…. pero en el fondo de su corazón sentía que había vivido una vida que no era la suya…. Obligada quizás por las circunstancias o por su arraigado sentido de la responsabilidad, siempre era ella la que acudía a apagar todos los fuegos. Nadie se lo pedía, era una necesidad que le salía de dentro y que en algún que otro momento de su vida no había sido bien interpretada y le había llegado a pasar factura.

Ella había aprendido a dosificar su entrega, pero así y todo, sin saber ni cómo ni por qué, finalmente siempre se encontraba en el escenario donde había algún fuego que apagar, alguna gestión que realizar, o alguna frente que sujetar….

Cuando tomó la decisión de trasladarse allí sentía que su misión en su ciudad de origen había concluido y que esa etapa de su vida debía cerrarse. Sus padres y los que podría considerarse sus segundos padres, por la cercanía que había prevalecido siempre en sus vidas, habían fallecido hacía años…., sus hijos habían empezado a construir su propia vida….., sus amigos comprendieron su decisión y la animaron a dar ese paso, el paso….

Amalia observaba las huellas descalzas que iba dejando en la arena aún húmeda tras la bajamar…. y pensaba qué huellas habría dejado ella en su vida y a quién. De repente una ola las arrebataba de la orilla, mojando sus pies y llevándoselas a lo más profundo de aquel Océano Atlántico…. ¡Como amaba ese mar! ¡Cuantos pensamientos y recuerdos guardaban sus profundidades marinas ensartados en bancos de corales, escondidos en sus silencios…..!

Repasaba sus huellas en la arena, las contaba y sonreía…. La brisa de aquella mañana hacia que su camiseta de ninguna marca y su falda de rastrillo se pegaran a su cuerpo y diseñaran su figura ya marcada por los años transcurridos… Su pelo, siempre largo, caía sobre su espalda, y a veces, por efecto del viento, se enredaba a su cuello y se pegaba en su cara…. Amalia sacudía su cabeza para retirarlo y sentir la brisa fresca inspirando profundamente para llenarse de ella….

En aquellos interminables paseos Amalia recogía toda clase de tesoros. Hacía años que tenia esa costumbre, desde que vio en una película interpretada por Diane Keaton y Jack Nickolson, cómo la protagonista, una mujer madura que tiene una relación con el novio de su hija (un señor también maduro), siempre recogía de la arena piedras blancas, perfectas, inmaculadas… hasta que un día el señor maduro le anima a cambiar los esquemas perfectos de su vida y empieza a coger también piedras negras…. En aquella película la protagonista, no sólo termina recogiendo piedras de diferentes colores sino que se casa con un joven 20 años menor que ella. Quizás fue entonces cuando Amalia decidió que también ella tenía que empezar a hacer cosas distintas de las que siempre había hecho…., que su vida no tenía que ser tan perfecta y predecible como todos esperaban. La perfección, lo correcto, el temor a decepcionar… siempre la habían perseguido y habían dejado en ella una huella de la que sólo entonces empezaba a liberarse.

Amalia recogía conchas, fósiles, piedras de formas extrañas, de colores extraños, y llenaba con ellas multitud de recipientes de cristal comprados en el “todo a 100” del pueblo, que repartía por toda la casa, en las habitaciones, los pasillos, la escalera, su estudio…. Quizás para recordar al verlas que su vida había dejado de ser perfecta a los ojos de los demás pero que ella era feliz aceptando y conviviendo con esa imperfección. Nunca en la vida se había sentido ¡tan perfecta!

Había llegado al final del malecón donde las olas estallaban en las rocas salpicándole de espuma blanca, la ropa, la cara…. Y desde donde podía, con más claridad, escuchar el silencio del mar…. Al llegar a ese punto y girar sobre sus pies, como un ritual, siempre observaba la misma escena: al final de la playa, unida al torreón medio derruido asomaba tímidamente aquella casa que durante tanto tiempo había diseñado en su imaginación. Desde allí podía apreciarse claramente el torreón repleto de buganvillas rosadas. Desde aquella distancia, de las dos plantas, sólo se podía apreciar la superior, donde dos grandes ventanales a modo de grandes ojos, asomaban tímidamente tras la pequeña colina y miraban siempre atentos, incansables aquel mar que la había enamorado. Desde allí, a aquella hora, la esfera de luz brillante y blanquecina asomaba por detrás de la casa, subiendo lentamente hasta reposar encima del tejado, reflejando su luz sobre las aguas tranquilas convirtiéndolas en un mar plateado que empezaba a despertar tímidamente con pequeñas olas acercándose a la orilla. Un mar plateado que al atardecer se convertiría en un mar de fuego, rojo, amarillo y brillante. Llenar su mirada de aquel amanecer la llenaba de energía y fuerza. Desde allí podía ver las dunas de fina arena que tenía que sortear para llegar al camino que la llevaba a su casa… “El refugio del Angel”.

Su hijo había diseñado aquella casa para ella cuando terminó la carrera. Fue un regalo, un sueño que poco a poco se fue convirtiendo en realidad. Ahora era un arquitecto importante que participaba en proyectos de construcción de hospitales, colegios para gente sin recursos, etc. Viajaba por todo el mundo y le enviaba fotografías de sus obras dispersas por el mundo. Su hija era veterinaria, cosa que había tenido clara desde que era una niña. Pero fue en el colegio haciendo un trabajo sobre la biodiversidad cuando decidió que se convertiría en una defensora incansable de animales en extinción y especies amenazadas. También viajaba mucho y le encantaba enviarle fotografías de los lugares del mundo que recorría casi siempre con algún animal entre los brazos. Aquella casa estaba llena de fotografías de los dos, por las paredes, por las estanterías…., por donde quiera que fuera sus hijos lo llenaban todo…

La vida de Amalia era tranquila, sosegada,…. Cuando volvía a casa después de su paseo matutino, pintaba, escribía o iba en bicicleta al pueblo para comprar flores que llenaran los jarrones de aquella casa llena de vida, de recuerdos, de amor, y de silencios. No estaba sola…. Era tan feliz……

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Por las rendijas de la persiana se cuelan tímidamente los primeros rayos de sol. Amalia cierra los ojos e inspira profundamente al tiempo que oye abrirse la puerta.

- “Buenos días cariño, te traigo el desayuno, los chicos llegarán pronto…. ¿Qué tal has dormido?....”

- “¡Muy bien! –desperezándose-, he tenido un sueño maravilloso…..”

Se oyen ruidos en la calle, autobuses urbanos, coches,….. Se incorpora, sonrie y le da un beso en la mejilla a su compañero de más de 30 años…. Fundidos en un abrazo Amalia cierra los ojos, y huele a flores y a mar…